La polÃtica o digámoslo mejor, el concepto que se maneja actualmente, está presente a diario en la más común de las charlas. En un café, en la combi, en el mercado, en la bodega o kiosko de la esquina, en el trabajo, en el aula de clases o en el comedor.
En tal sentido, es un concepto venido a menos, tergiversado y despreciado por muchos, para quienes su sola mención apesta y espanta como si estuviesen ante un contagioso y letal virus. AsÃ, es usual escuchar la trillada frase:”yo no sé nada de polÃtica, no me gusta y por si acaso no soy polÃtico, allá ellos con sus enredos y engaños”. Lo cierto es que los seres humanos sin distinción, de una manera u otra hacemos polÃtica, no necesariamente polÃtica partidaria que ese asunto es harina de otro costal.
Dicho esto, es menester recuperar a la polÃtica en su exacta dimensión y para ello hay que hurgar en sus orÃgenes y transportarnos a la Grecia clásica, aquella de los filósofos y rapsodas. La Grecia en donde, promovidos desde el propio Estado, florecieron las artes y las ciencias. La Grecia de Pericles el estadista, pero también la de Cleón el demagogo. En su obra “La polÃtica”, Aristóteles analizó las ciudades (polis) griegas. AllÃ, el ciudadano estaba sujeto a una autoridad, electa por un élite, pero al mismo tiempo participaba activamente en las asambleas donde se debatÃan las principales decisiones de gobierno. “El hombre es por naturaleza un animal polÃtico”, planteaba, en virtud a su socialización en la poli o ciudad.
En Roma merecen destacar Tiberio y Cayo Graco, auténticos Tribunos de la Plebe, descendientes de Escipión el Africano, el gran estratega militar vencedor del cartaginés AnÃbal, planteando la necesidad de urgentes reformas sociales y reforma agraria que favorezcan las justas aspiraciones del pueblo y los campesinos, cayendo finalmente asesinados por la casta aristocrática de los patricios, a quienes, asà como para el posterior imperio de los césares, la polÃtica del “divide y reinarás” y del “pan y circo” caÃa como anillo al dedo.
Durante la Edad Media y luego de la promulgación por el emperador Constantino del Edicto de Milán, que impone al cristianismo como la religión oficial del Imperio que dominaba el mundo, pasando de ser una religión de pobres y desheredados en Oriente Medio a convertirse en una religión de ricos y reyes en el Occidente, aparece Tomás de Aquino planteando una visión teológica de la polÃtica; es decir muy vinculada a Dios, de quien se creÃa emanaba el derecho a designar sobre la tierra a sus representantes, reyes y emperadores, para ejercer el poder de manera absoluta.
La propia ciencia se vio subordinada a la doctrina oficial que mantuvo vigencia hasta el siglo XVII: en virtud a un indiscutible designio celestial, el planeta tierra era el centro del universo y alrededor del cual giraban los planetas, la “TeorÃa” geocéntrica y, quienes, como Galileo Galilei, afirmaran lo contrario, planteando su para entonces revolucionaria TeorÃa Heliocéntrica, la “Santa” Inquisición los juzgaba como herejes; en consecuencia, en caso de no retractarse eran condenados a sufrir eternamente en las purificadoras llamas del infierno. Conflicto entre el razonamiento inductivo de Galileo, basado en la observación de la realidad y el razonamiento deductivo de la Iglesia Católica, con argumentos basados en la autoridad o en la Biblia.
Durante el Humanismo y Renacimiento se empieza a cuestionar aquella concepción divina de la polÃtica. Maquiavelo, en “El PrÃncipe” rompe con la visión medieval y presenta el Estado como principal forma de organización polÃtica. La polÃtica rompe con la moral imperante. Por ello, su frase tan polémica de “El fin justifica los medios”, que encuentra inmediatos discÃpulos: reyes, condotieros, tiranos y tiranuelos, teniendo a Cesar Borgia como el prototipo del polÃtico sin moral y sin escrúpulos, cruel y ambicioso.
Por. Luis Peña Rebaza
luisprebaza1@hotmail.com
MUY BUEN ARTICULO, FELICITACIONES SL SEÑOR LUIS PEÑA
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