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domingo, 25 de julio de 2010

Leyes versus costumbres

En un interesante ensayo titulado: "¿Existe América Latina?", el maestro Luis Alberto Sánchez planteaba que uno de los problemas fundamentales en el país era el divorcio entre la ley y la costumbre, entre la nación y el Estado. Una ley que vino de afuera y se impuso desde arriba, cuando lo lógico y natural hubiese sido que nazca de abajo y desde adentro, recogiendo de esa manera los intereses y aspiraciones de los pobladores. Así, se habría convertido primero en costumbre y luego precisamente en ley para ser cumplida a cabalidad y no sufrir las frecuentes sacadas de vuelta a la menor ocasión. En consecuencia, “la ley se acata pero no se cumple” y “ hecha la ley hecha la trampa”, predominaron en la colonia.

No obstante panorama tan sombrío y como una forma de resistencia, el mundo andino mantuvo en mayor o menor medida en algunas zonas; especialmente, en el centro y sur quechua y aimara, ciertas normas de convivencia social. El ama quella, no seas ocioso, el ama llulla, no seas mentiroso y el ama sua, no seas ladrón, convertidos en la época incaica en los tres principios supremos que regían la vida de la comunidad. Dado lo original del asunto, conviene mencionar las curiosas formas de hacer cumplir y respetar la ley entre los miembros del colectivo social en Abancay y que perduraron hasta no hace mucho tiempo.

Cuando una persona de manera reiterada cometía daños y perjuicios a los moradores, se le aplicaba el Jitarishum, la despreciable y vergonzosa expulsión de la comunidad y, pagando su afrenta, el pecador debería irse dejando, tierras, animales y enseres. Este hecho significaba la muerte civil del condenado, sumirse en el ostracismo y olvido. Ahora, sí para su desventura reincidía en el delito, se le aplicaba el ushanan jampi, es decir la muerte física, en cumplimiento de la justicia aplicada por los yayas, los comuneros más ancianos, quienes ejercían la autoridad en la zona.

Tales preceptos y costumbres ancestrales, hacen harta falta a la sociedad peruana, que ocasionalmente se ve sacudida desde sus cimientos, a raíz de escandalosas denuncias de corrupción y cinismo, que colocan al país en el ojo de la tormenta a nivel mundial. Los tipicos faenones a que nos tiene acostumbrado el régimen aprista. En particular, estas normas deberían inculcarse a los encargados de administrar justicia. A ciertos jueces, por desgracia, siempre arrimados al poder y los políticos de turno, y, de los cuales el escritor costumbrista Abelardo Gamarra, en la figura del abogado Juan Pichón, decía que partió a su judicatura, como pudiera partir una langosta de campo árido a los floridos sembrados de una tierra de promisión. Pero, también es justo reconocer, que los múltiples casos de corrupción suceden porque los ciudadanos lo permitimos, porque a sabiendas de que estamos sacándole la vuelta a la ley, nos prestamos a tales vergüenzas y entuertos.

Bajo esta despiadada y sincera premisa, creo que la solución no provendrá de tibias y timoratas reformas del sistema judicial y/o actualizaciones de los correspondientes códigos, con el establecimiento de penas más drásticas y draconianas, sino porque la apremiante tarea propuesta debe ser asumida como una política de Estado y no de gobierno, en donde el rol del la educación será preponderante, para que así las generaciones presentes y, en especial, las futuras, entiendan la dimensión y alcance de sus derechos y exijan su responsable cumplimiento; pero a su vez urge que conozcan y cumplan fielmente sus deberes, aquellos que demanda el hecho de vivir en una sociedad mínimamente civilizada, donde al margen de la posición que coyunturalmente ocupan, sus integrantes contribuyan a hacerla más justa, solidaria y humana. Ese es uno de los desafíos mayores que como país tenemos ante sí.

Luis Peña Rebaza
luisprebaza1@hotmail.com

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